La
admiración a Dios debería de algún modo motivar todo lo que hago y digo.
La
admiración a Dios debería ser la razón
por la
que hago lo que hago con mis pensamientos.
Debería
ser la razón por la que deseo lo que deseo.
La
admiración a Dios debería ser la razón
por la
que funciono de la forma en que lo hago en mi trabajo o finanzas.
Debería
estructurar la manera en que pienso acerca de las posesiones, poder.
La
admiración a Dios debería moldear y motivar mis relaciones con mis vecinos,
mi
familia ampliada.
La
admiración a Dios debería dar dirección a la forma en que vivo como ciudadano
de una comunidad más amplia.
Debería
formar la manera en que pienso acerca de mí mismo,
mis expectativas de los
demás.
La
admiración a Dios debería levantarme de mis momentos más oscuros de desánimo, ser
la fuente de mis celebraciones más exuberantes.
La
admiración de Dios debería hacerme más consciente,
más gimiente por mis pecados,
los que me hace más paciente;
más
tierno con las debilidades de otros.
Debería
darme el coraje que no encuentro de ninguna otra manera, la sabiduría para
saber cuando algo está fuera de mi alcance.
Se
supone que la admiración a Dios debería gobernar cada área de mi existencia.
Ministerio patoral/Paul Tripp
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